Cuando el Hijo eterno de Dios se complació en morar entre nosotros y en predicar la buena nueva de la salvación a un mundo caído, hubo diferentes opiniones sobre él. En cuanto a su persona, algunos decían que era Moisés; otros, que era Elías, Jeremías o uno de los antiguos profetas; pocos reconocían que era lo que realmente era, Dios bendito por los siglos. Y en cuanto a su doctrina, aunque el pueblo llano, libre de prejuicios, estaba persuadido de la tendencia celestial de su proceder para hacer el bien, y por la generalidad, le escuchaba con gusto, y decía que era un buen hombre; sin embargo, los gobernantes y maestros de la iglesia judía, envidiosos, de mentalidad mundana y santurrones, apenados por su éxito, por una parte, e incapaces (por no haber sido nunca enseñados por Dios) de comprender la pureza de su doctrina, por otra; a pesar de que nuestro Señor hablaba como nunca lo había hecho un hombre, y hacía tales milagros que ningún hombre podría hacer, a menos que Dios estuviera con él; sin embargo, no sólo se encapricharon tanto como para decir que engañaba al pueblo, sino que también fueron tan blasfemos como para afirmar que estaba aliado con el mismo diablo, y que expulsaba a los demonios por medio de Beeluzbul, el príncipe de los demonios. Es más, los propios hermanos y parientes de nuestro Señor, según la carne, estaban tan cegados por los prejuicios y la incredulidad, que en cierto día, cuando salió a enseñar a las multitudes en los campos, enviaron a apoderarse de él, alegando esta razón para su conducta: "Que estaba fuera de sí".
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